Miguel de Cervantes Saavedra


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Supongo que la pregunta no le pillará de sorpresa porque parece obligada. ¿Cómo se le ocurrió retratar a Cervantes? Quiero decir, es bien sabido que usted ha pintado a muchísimos escritores consagrados, pero Cervantes… Un autor del siglo XVI, resulta cuanto menos sorprendente.

No lo niego. Me lo pensé mucho antes de afrontar esta aventura, no se crea. Podía llegar a ser muy arriesgado para la reputación de un pintor si el proyecto no salía bien. Pero sabe qué pasa, yo creo que un verdadero profesional, alguien que realmente siente pasión por su oficio, siempre tiene ganas de ponerse a prueba haciendo algo aún más difícil. Sigue experimentando curiosidad por conocer sus límites y por ampliar sus fronteras. Es decir, por progresar y conseguir quebrantar esas presuntas limitaciones mediante el crecimiento profesional ‒que implica también la mejora personal‒, demostrándose así que uno puede hacer incluso lo que quizá creía imposible. Si se posee una sólida formación, superarse es “sólo” una cuestión de disciplina y esfuerzo, de trabajo diario. Estoy seguro de que a usted le pasará lo mismo con la literatura.

La cuestión es que llevaba un tiempo dándole vueltas. A pesar del riesgo no quería quedarme con la espinita clavada; con las ganas no satisfechas de rendir también homenaje, como he hecho con otros escritores contemporáneos, a ese gran autor que fue Cervantes. Es terrible arrepentirse de no haber realizado algo que de verdad deseabas mucho. Porque una vez que el tren pasa, normalmente no vuelves a tener más oportunidades. Y cuando se fuerzan, las nuevas oportunidades nunca conservan esa frescura y espontaneidad original, ese inocente entusiasmo que llega a dar resultados magníficos en pintura.

Imagino que, por las características del personaje, este trabajo habrá requerido una labor muy distinta de la que le exigieron el resto de sus retratos de escritores del siglo XX y XXI.

Sí, en efecto ha sido algo radicalmente diverso. Todos esos trabajos tienen a las espaldas una enorme labor de investigación, pero en el caso de Cervantes esa investigación se volvió monumental. Las fuentes manejadas no sólo fueron más amplias, sino también de variada naturaleza. Y además la reflexión posterior sobre ellas se reveló de otra índole. En general, a grandes rasgos, tras recopilar material fotográfico especialmente válido sobre el personaje que pretendo retratar, analizo cuáles son sus peculiaridades físicas y caracteriales más relevantes y, muy importante, cuáles son en concreto los gestos que más le definen y por tanto reflejan mejor su personalidad. Ése es el verdadero secreto para que el retrato parezca contener la esencia del personaje y éste se reconozca, y le reconozcan también los demás. No obstante, por motivos obvios, en este caso las cosas eran bien distintas. Han pasado siglos desde que Cervantes murió, entonces no existía la fotografía y ni siquiera conservamos un retrato que podamos asegurar con certeza que le represente de forma fidedigna.

Tenemos el busto en óleo atribuido a Juan de Jáuregui que se conserva en la Real Academia Española ‒a quien, por cierto, también fue donado el falso retrato de Cervantes atribuido a Alonso del Arco, que de hecho es una reproducción del grabado de Kent y sirvió de modelo para la estatua de la plaza de las Cortes de Madrid, obra del escultor Antonio Solá‒, pero su autenticidad es controvertida y, en realidad, se puede considerar sólidamente desmentida. El retrato de Jáuregui sirvió de modelo para otro de Mariano Miguel, pintor de finales del XIX, que sin embargo se limitó a reproducir los rasgos de la famosa obra. De este cuadro, que fue colgado en el salón de actos de la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba, tengo noticias escritas, pero la verdad es que no he llegado a verlo. A Jáuregui a veces se le atribuye también un Cervantes, en este caso de cuerpo casi entero, que se conserva en la colección del marqués de Casa Torres; pero tanto la autoría como la identidad del retratado distan mucho de ser inequívocas. Del XIX conservamos, en Esquivias, el óleo del cordobés Mariano Belmonte y Vacas, que también sigue modelos precedentes y recuerda algunos grabados probablemente usados por el autor como modelo. Lo mismo sucede con el retrato del lisboeta Eduardo Balaca y Orejas-Canseco, un cuadro también del XIX ‒propiedad del Prado‒ que de hecho guarda bastante parecido facial con el de Belmonte. Un caso excepcional se me antoja un retrato de Eduardo Cano de la Peña ‒de nuevo del XIX‒ que es patrimonio de la Universidad de Sevilla y parece haber querido representar a Cervantes. Se trata de un caballero de edad avanzada con una pluma en una mano y El Quijote en la otra, que no se ve pues ese brazo permanece embozado. Si bien la mirada es viva e inteligente, la tez muestra los signos de la edad y el cansancio, igual que las ojeras y la cabellera canosa y rala. No obstante el personaje no resulta poco agraciado. En el fondo, de todos los presuntos retratos de Cervantes, éste es el que, en varios sentidos, más puntos en común podría tener con el mío, creo.

Y ahí se acaban los retratos de Cervantes al óleo. Porque, si bien el cuadro es precioso, no merece la pena tomar en consideración Agonía de Cervantes, del madrileño Eduardo Cano de la Peña, conservado en el Museo de Bellas Artes de Sevilla ‒y el casi idéntico Cervantes y Don Juan de Austria, propiedad del Prado‒, ya que se trata de una escena muy articulada que no nos permite reparar apenas en los rasgos faciales del escritor moribundo ‒como también sucede en El testamento de Cervantes, del mismo pintor (a) ‒. Algo similar pasa con Últimos momentos de Cervantes, del madrileño Víctor Manzano y Mejorada, que también pertenece al Prado y se pintó en el XIX. Del Cervantes de Goya tampoco conviene hablar: no porque en él no vertiese el pintor su clarividente ingenio y su peculiar maestría, sino precisamente porque, en el marco de los Caprichos ‒sobre todo relacionado con El sueño de la razón produce mónstruos‒, el personaje se convierte en una excusa para la alegoría y por lo tanto nada tiene que ver la obra con el mero retrato.

Fíjese hasta qué punto la situación no será compleja, que cuando en 1773 la Real Academia Española proyecta preparar una edición monumental del Quijote y decide incluir una imagen del autor, se descubre finalmente que en realidad no conservamos una representación fiable de un escritor que ya entonces era esencial. Supuso un duro golpe. Se quedaron desconcertados porque hasta entonces no se había reflexionado seriamente sobre ello. De hecho corrió la voz de que el conde del Águila poseía un retrato al óleo atribuido a Alonso del Arco, y el desencanto fue definitivo cuando se constató, al examinar el cuadro, que en realidad reproducía el grabado de Kent fechado en 1738. Al final se rindieron ante la evidencia y encargaron a José del Castillo un dibujo que intentase sintetizar las fuentes conocidas, y se ocupó de su grabado Manuel Salvador Carmona.
Lo cierto es que, al margen de Jáuregui, sólo hay otro pintor contemporáneo de Cervantes que se haya propuesto pudiese realizar un retrato suyo. Un retrato al que, de existir, sí se le presupondría veracidad en los rasgos del escritor. Me refiero a Francisco Pacheco, el que luego sería suegro de Velázquez. La hipótesis resulta atractiva y podría tener visos de verosimilitud dado que, curiosamente, Pacheco trabajó en un Libro de Retratos que prácticamente era un inventario de personajes ilustres ‒entre ellos Lope, Góngora y Quevedo‒, algunos de los cuales no fueron pintados teniendo al modelo delante, sino basándose en otras fuentes. Por desgracia apenas hemos conservado retratos de Pacheco, pero se da el caso que, en 1825, la Société des Amis des Beaux Arts de Ginebra publicó un grabado que, se aseguraba a pie de ilustración, había sido realizado a partir de un cuadro de Velázquez… Cuanto menos, sorprendente. Velázquez no conoció a Cervantes y sólo tenía diecisiete años cuando éste murió. Por eso algunos estudiosos han llegado a proponer que Velázquez hubiese copiado un original de Pacheco ahora desaparecido. Todo muy rocambolesco. La explicación parece tempestiva, pero quizá resulte demasiado bonita para ser cierta. De hecho, actualmente no se cree en la autenticidad del lienzo y se pone en duda la identidad del modelo.

Como puede ver, el escenario se revela muy confuso. Es desconcertante y desesperante. De Lope de Vega, Góngora o Quevedo, autores de más prestigio y éxito en su momento que Cervantes, se sabe cómo fueron en parte o en buena medida porque sus editores se preocuparon de incluir grabados en sus obras que les retratasen estando ellos aún vivos. Esto no sucedió con Cervantes, a quien ni siquiera el editor de las Novelas Ejemplares consideró suficientemente rentable para justificar el gasto de un grabado que le representase.

Concluyendo, conservamos pocos cuadros que pretendan ser retratos de Cervantes y, básicamente, todos ellos se realizaron en el XIX, luego ninguno es contemporáneo del autor. En efecto lo que más hay son grabados; pero tampoco de su época, con lo cual la rigurosidad a la hora de reproducir el verdadero aspecto físico del escritor resulta cuanto menos discutible. De hecho en algunos de esos grabados Cervantes está claramente idealizado. Por otro lado un problema añadido, y en absoluto insignificante, es que en la mayor parte de las mentes la figura de Cervantes se confunde con la de Don Quijote: con la descripción física que el autor hace de su personaje y con las interpretaciones que los muchos ilustradores han ofrecido de él. Especialmente, con las memorables de Gustavo Doré. Esto queda patente, quizá de particular modo, en el cuadro del sevillano Mariano de la Roca titulado Miguel de Cervantes imaginando el Quijote, donde ambos personajes comparten escena y se puede constatar hasta qué punto sus rasgos faciales son similares.

Sí, en efecto, el personaje ha fagocitado al autor. Muy probablemente de saberlo él, como escritor que era, se sentiría muy satisfecho. Pero imagino que para usted no ha debido de suponer un problema menor.

Desde luego. Fíjese que esa suplantación por parte del personaje quizá justifique, creo yo, algo que me llama mucho la atención y he comentado con sorpresa, por ejemplo, con la responsable del Museo Casa Natal del autor en Alcalá de Henares, Charo Melero, gran conversadora y apasionada de la figura del escritor, también ella muy sorprendida por el hecho. Teniendo Cervantes una vida tan fascinante, ¿cómo es posible que no se haya llevado al cine? La única explicación que le encuentro es que las aventuras y desgracias de Don Quijote han acabado oscureciendo las suyas propias, que desde luego no me parecen menores.

Pero perdone, le he interrumpido. Me decía que las fuentes iconográficas son escasas y a menudo se revelan poco fiables.

Sí, en efecto. Por eso decidí hacer una reconstrucción basándome en fuentes de diversa naturaleza. Para empezar partí de lo más fidedigno: la descripción que Cervantes, por entonces con sesenta y cuatro años, ofrece de sí mismo en las Novelas Ejemplares (b). Me dirá usted que en esa descripción encaja casi la mitad de la población española, y es cierto. Por eso después fui afinando mediante los grabados y, sobre todo, mediante las esculturas que de él se han hecho. Tampoco éstas dejan de ser interpretaciones y propuestas tardías sobre su apariencia; pero, al tratarse de figuras de bulto redondo, se revelaron muy útiles. No obstante una estatua es una estatua, no una persona. Ahí, para darle realismo al trabajo y reconstruir una tez humana creíble, lógicamente, entra en juego mi experiencia de décadas como retratista.

Además hube de optar por respaldar algunas reconstrucciones fisonómicas previas y no otras, por ejemplo, respecto al bigote. Algo que puede parecer tan banal, en realidad, determina los rasgos faciales de una persona y transmite mensajes muy diversos. En las estatuas ‒la de la Plaza de las Cortes de Madrid, la de la Biblioteca Nacional, la de Sevilla, la de Valladolid…‒, así como en prácticamente todos los grabados, que en este sentido parecen seguir fielmente una tradición instaurada por los ingleses ‒empezando por el dibujo de Kent, que fue grabado por Vertue en Londres en 1738‒ y el anónimo de Ámsterdam de 1705, se dota al escritor de un bigote rizado hacia arriba. Sin embargo yo he decidido seguir la tradición del conjunto escultórico de Plaza de España, en Madrid, donde Cervantes lleva un mostacho ancho y lacio, abundante y hacia abajo ‒como la estatua de Ciudad Real, por otro lado‒.

No me imagino a Cervantes perdiendo todos los días una buena cantidad de tiempo en mantener un bigote meticulosamente recortado y rizado ‒lo que exigía el uso de tenacillas, engomado o bigotera de cuero‒, sino enfrascado en sus obras. Y más porque ya iba teniendo una edad y, sumado eso a todas sus deficiencias físicas, es muy probable que no se viese aquejado de una excesiva coquetería. Por otro lado se puede considerar una cuestión de modas: en el XVI el bigote se llevaba por lo general con las puntas caídas; sólo con la entrada del XVII va avanzando tímidamente la moda de llevarlo con las puntas hacia arriba. Además la opción de un mostacho abundante y lacio confería al personaje un aspecto más serio y solvente, más sensato y prudente; acorde con el carácter que le presupongo a un hombre que pasó por tales calamidades. En pintura hay detalles que otorgan mayor autoridad a la figura: a veces pueden ser unas gafas o, como en este caso, un cierto tipo de bigote. Creo que el bigote rizado le hubiese hecho parecer mucho más irreflexivo o incluso frívolo, preocupado en exceso por su imagen. Por último él mismo, en su prologo de las Novelas ejemplares, asegura que tenía los bigotes grandes.

Entiendo lo que quiere decir. Aunque también escribiese obras cómicas, Cervantes fue muy crítico con su época y sin duda capaz de profundas reflexiones existenciales. En efecto no parecía figura dada a lo insustancial.

Sí, a eso me refiero. Pero no sólo. Pienso también en las penalidades físicas. Al margen del arcabuzazo recibido en el antebrazo izquierdo en Lepanto, donde participó al parecer mientras sufría un brote de paludismo, según los médicos debió de llegar bastante enfermo al final de sus días: la diabetes ‒de la que sería síntoma la polidipsia que se le diagnosticó y que en aquellos tiempos se pensó respondiese a hidropesía‒ pudo ser la causa de su muerte a los sesenta y ocho años. Él mismo, cuando se describe en el prologo de las Novelas ejemplares, reconoce que sólo le quedaban seis dientes. Y sin embargo, a pesar de todo eso, se vislumbra en sus palabras a un hombre vital hasta las mismas puertas de la muerte (c). Me parece admirable. Se diría que lo sobrellevó todo con estoicismo. También su tartamudez, que declara sin tapujos en sus Novelas ejemplares (d) . Como manifiesta en la descripción presente en el prologo de esta obra, durante sus cinco años y medio de cautiverio aprendió a tener paciencia en las adversidades. Y aún, conciente de su inminente destino, con aparente serenidad, se despide del mundo en el prólogo de Los trabajos de Persiles y Segismunda: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros pronto contentos en la otra vida”.

En efecto no tuvo una existencia fácil en ningún sentido, y siempre he pensado que esto hubo de dejar huella en su espíritu y en su cuerpo. He querido retratar a un hombre vivido, ya maduro. Pero no deseaba resaltar, ni mucho menos, sus defectos físicos o sus secuelas de guerra. En el caso del retrato que pertenece a la colección de la Casa Natal de Alcalá de Henares eso ha resultado bastante sencillo, pues se trata básicamente de una cabeza. La elección sobre cómo abordar esa aproximación al personaje resulta mucho más evidente en el caso del busto que forma parte de la colección de la Casa Museo de Esquivias (Toledo). En efecto allí podría haber optado por retratar a un hombre jorobado o en extremo cargado de espaldas, y sin embargo he preferido no exagerar ese rasgo físico. Tampoco he querido centrar la atención sobre el brazo cuyo uso perdió en Lepanto. Ni excavarle en exceso las mejillas, a pesar de la edad y de que sólo le quedasen seis dientes.

En definitiva, he procurado mantener un equilibrio entre la rigurosidad y el respeto hacia lo que podríamos llamar “dignidad estética del personaje” ‒algo que siempre me preocupa profundamente‒. Deseaba retratar a un hombre de edad, de mirada inteligente aunque quizá cansada; un hombre experimentado y desencantado por ello. Pienso también en sus decepciones amorosas, sobre las que me consta que usted ha tratado en algún ensayo reciente.

Sí, imagino que al final de su vida, sin haber sido necesariamente un donjuán como su abuelo, debía de haberse forjado un alma curtida, también, en las batallas románticas. Pero, hablando de su cuerpo, ¿en qué medida le han sido útiles las conclusiones sobre la reciente exhumación de los restos mortales del escritor en la iglesia del Convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid?

Si he de ser sincero, y aunque esto quizá no quede demasiado bien decirlo, de bastante poco. Puede que un día cambie mi visión del asunto; pero lo cierto es que, por el momento, esas conclusiones no son, paradójicamente, concluyentes. Es decir que, en el fondo, aún no se nos han ofrecido verdaderas conclusiones. Y es normal: los antropólogos forenses, como Etxeberría por ejemplo, son científicos, no magos. Han hecho muy bien en mantener la prudencia y en exponer con honestidad la situación, aunque eso exigiese no decir lo que todo el mundo, especialmente los políticos, querían escuchar. Quién sabe si algún día se encontrará el modo de hacer las pruebas de ADN sobre los restos de alguno de los familiares del autor. Por otro lado hemos esperado tanto, que bien vale la pena seguir esperando para tener más información sobre nuestro mayor icono literario. Si es que esto al final se revela posible. Mire, en cualquier caso, si la exhumación de esos restos, entre los que parece probable que haya fragmentos del esqueleto del autor, al menos ha servido para reavivar un interés sincero por la vida y obra de Cervantes, pues bienvenida sea. No tengo muy claro que el verdadero interés se siembre y cultive con campañas mediáticas puntuales e interesadas, pero prefiero mantenerme optimista.

¿También usted tiene la sensación que las cosas no hubiesen seguido el mismo rumbo en otro país? Me refiero a que probablemente se le habría prestado más atención a la recuperación, estudio y conservación de sus restos mucho antes. Que quizá en otro lugar Cervantes se hubiese convertido en claro emblema de la cultura patria no sólo en la teoría sino también en la cotidiana práctica, tanto para la ciudadanía como para los representantes de ésta. Y que lo habría hecho con naturalidad y serenidad, sin necesidad de repentinos golpes de efecto.
Sin duda.

Fíjese usted en el caso de Shakespeare.

Va a resultar que este país no se ha preocupado demasiado por reconocer la labor de sus grandes escritores como hubiesen merecido. 

De salvaguardar su memoria y de honrarles en su justa medida. Si le sirve de consuelo, tampoco se ha preocupado demasiado por sus pintores. Imagino que si hablase usted con escultores o músicos también tendrían mucho que comentar al respecto. Ya sabe lo que dicen: nadie es profeta en su tierra. Y, añado yo, probablemente mucho menos si su tierra es ésta. Hombre, quizá si uno fuese futbolista…

Entonces, para concluir, si ha compartido usted fuentes, al menos parcialmente, con los pocos artistas que decidieron retratar a Cervantes precedentemente, y dado que ninguno de ustedes tuvo oportunidad de conocerle en persona, ¿cuál cree que es su principal aportación a la reconstrucción fisonómica del escritor? ¿En qué se diferencian sus retratos de los pocos precedentes?

Todos los pintores se han basado, más o menos, en la descripción que Cervantes da de sí mismo en el prologo de las Novelas ejemplares y, sobre todo, en los trabajos realizados por otros artistas precedentemente. Eso hace que el patrón apenas varíe. En efecto creo que la principal aportación que ofrece mi reconstrucción del personaje consiste en no reproducir un modelo por principio.

Mis retratos de Cervantes, sin dejar de lado al profesional, pretenden resaltar los aspectos más humanos del escritor. Evitan la idealización y optan por una representación realista, pero jamás cruel, de un hombre casi anciano.

Ciertamente yo también me he basado en la propia descripción del autor y he tenido en cuenta los trabajos de pintores, ilustradores y grabadores anteriores. Especialmente, por lo que respecta a una fisonomía general, he valorado el busto atribuido a Jáuregui. Sobre todo por el respeto que me suscita el que parezca ser el retrato más antiguo, no obstante las incongruencias que rodean a la obra (e). Y porque Cervantes reconoce que en efecto Jáuregui le hizo un retrato (f) , sea ése el de la Real Academia o no.

Sin embargo no he querido tomar fuente alguna como modelo único, ya que ninguna se puede considerar totalmente fiable. Por ese motivo estimé que centrarme sólo en una resultaría arbitrario y determinaría el resultado de mi trabajo, pervirtiendo las conclusiones. Preferí, aunque eso supusiese mucho más esfuerzo, cotejar todas las fuentes y tomar mis propias decisiones. Que podrán considerarse erradas o no, pero son personales y dictadas por mi propia forma de razonar y de aproximarme al retratado. Yo he intentado, como en realidad siempre intento en todos mis retratos, entrar en la psicología del personaje. He procurado matizar su descripción tan genérica mediante los rasgos con los que, imagino, la dura vida debió marcar su cuerpo y su ánimo ‒que siempre se refleja en el rostro de una persona‒. Incluso me he esforzado por descubrir su carácter entre las tramas y personajes de sus obras, para intentar descifrar cómo vería ese hombre la sociedad que le rodeaba y su propia existencia. Porque todo, absolutamente todo lo que nos pasa, deja una huella en nosotros. Por dentro pero también por fuera. Y eso es lo ha de comprender un buen retratista, que por principio debería revelarse alguien especialmente tolerante, indulgente e incluso compasivo con sus semejantes.


Notas:

(a) Significativamente, el cuadro se cita a veces también como El testamento del Quijote. Y lo mismo le sucede a Agonía de Cervantes, que a veces se denomina Agonía del Quijote.

(b) “Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha [...]”.

(c) En Los trabajos de Persiles y Sigismunda, cuya dedicatoria firmó apenas dos días antes de morir, el autor explica: “Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”.

(d) “...Será forzoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo seré para decir verdades”.

(e) El pintor alude al hecho de que el óleo sobre tabla ‒cedido por un profesor de la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo y afamado restaurador de arte, lo que ya hace sospechar una falsificación o cuanto menos una consistente manipulación‒ incluye una inscripción superior que reza “Don Miguel de Cervantes Saavedra” y otra inferior con “Juan de Iauregui pinxit, año 1600”. En las inscripciones se descubrieron errores preocupantes, como ese “don” que nunca usó Cervantes o la fecha del cuadro. Jáuregui habría tenido que pintar el retrato con apenas dieciséis o diecisiete años. Algunos especialistas han apreciado en esta obra huellas de evidentes manipulaciones que la habrían vuelto sumamente plana. Apenas se observa en ella pasta de color, tiene parches que parecen producto de restauraciones…

(f) El único pintor al que Cervantes se refiere como autor de un retrato suyo fue Juan de Jáuregui. En el prólogo de las Novelas ejemplares escribe: “Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con éste. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáuregui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato”.